Comentario
Las grandes transformaciones políticas se produjeron no tanto en Alemania como en Italia. Pese a las maniobras pontificias, la posición de Manfredo no dejó de robustecerse entre 1254 y 1260: el sur de la península quedaba bajo su control y Toscana al alcance de sucesivas incursiones. Los Papas se veían, así, obligados a convivir con un incómodo vecino.
A partir de 1261, la situación experimentó un profundo cambio: un colegio cardenalicio con fuerte presencia francesa eligió a un francés como papa: Jacobo Pantaleón, que tomó el nombre de Urbano IV (1261-1264). Para llevar a buen puerto sus empresas, el pontificado se iba a inclinar por una estrecha colaboración con los Capeto.
Descartados otros candidatos (por ejemplo el príncipe Edmundo de Inglaterra) Urbano IV eligió como valedor a Carlos de Anjou, conde de Provenza y hermano del rey de Francia Luis IX. Se pensaba en él como político ideal para acabar con los epígonos Staufen.
Carlos desbordó las expectativas pontificias hasta el extremo de convertirse en un incómodo -aunque imprescindible- aliado de la Santa Sede. Otro papa francés, Clemente IV, otorgó al angevino la investidura como rey de Sicilia en mayo de 1265. En una brillante campaña, Carlos derrotaba y daba muerte a Manfredo en Benevento. Napoles y Sicilia se abrieron a la dominación de una nueva potencia que ejerció su autoridad con un despotismo no menor que el de los Staufen.
El descontento por la gestión de Carlos de Anjou provocó el que algunos señores y ciudades italianas volvieran sus ojos a Conradino, ultimo vástago legitimo de la casa de Suabia. El joven príncipe entró en la península y fue recibido solemnemente en Roma por el senador de la ciudad, el infante Enrique de Castilla. La posición del Papa y de los güelfos italianos parecía venirse abajo.
En los meses siguientes, sin embargo, la fortuna volvió a acompañar a Carlos de Anjou: el 23 de agosto de 1268 los angevinos obtenían sobre sus rivales una decisiva victoria en Tagliacozzo. Conradino, prisionero, acabó poco después en el cadalso. Era el fin de los Staufen en Italia y la puerta abierta para todas las ambiciones mediterráneas de Carlos. Proseguidor en muchos aspectos de la política de sus rivales, el Anjou aparecerá en 1270 como salvador de los restos de un naufragio: el de la cruzada tunecina de su hermano Luis IX. Con hábiles negociaciones, Carlos logró la retirada del ejército expedicionario y firmó un tratado con el gobernador de la ciudad norteafricana por el que éste se comprometía a seguir pagando, aumentado, el tributo tradicional debido a los reyes de Sicilia.
Tras la muerte de Clemente IV, la sede de San Pedro estuvo vacante (por falta de acuerdo entre los cardenales) hasta la elección en 1271 de Teobaldo Visconti, que tomó el nombre de Gregorio X. El mismo día de su coronación (27 de marzo de 1272) expresó su intención de convocar un nuevo concilio que, como el anterior, celebro sus sesiones en Lyon.
Discurrieron éstas entre mayo y julio de 1274 con una amplia representación eclesiástica y política, incluido el toque exótico de los dieciséis embajadores del jan mongol Abaga. De las dos grandes autoridades intelectuales del momento, una -Tomas de Aquino- murió días antes del inicio del concilio; la otra -Buenaventura de Bagnorreggio- falleció durante su celebración.
Dos cuestiones merecieron especial atención. Una, la relativa al procedimiento de elección papal que fue objeto de una nueva matización: la rigurosa incomunicación de los electores (cónclave) y su sometimiento a un severo régimen (pan y agua a partir del quinto día) a fin de propiciar acuerdos lo más rápido posible.
La otra cuestión hacia referencia a la unión de las Iglesias. El emperador bizantino Miguel VIII Paleólogo, aunque hubiera expulsado unos años antes a los latinos de Constantinopla, era un sincero partidario del acercamiento espiritual a Roma. Se trataba de una oportunidad única de cerrar heridas abiertas en 1054 y emponzoñadas a lo largo de las Cruzadas.
El basileus hubo de vencer fuertes resistencias a la política de diálogo: el patriarca José y el teólogo Beccos fueron recluidos y la embajada bizantina llegó al fin a un acuerdo con los latinos (6 de julio de 1274) por el que se daban por zanjadas las diferencias.
Ciertas medidas sobre provisiones eclesiásticas, excomuniones, entrega de una parte de las rentas eclesiásticas para el sostenimiento de Tierra Santa, etc., completaron el cuadro de disposiciones de un concilio cuyo balance parecía altamente positivo. Su mayor logro, sin embargo, se revelaría efímero: la unión de las Iglesias fue mal aceptada por el clero oriental que la veía como una claudicación intolerable. El propio Miguel VIII, en el punto de mira de las ambiciones de Carlos de Anjou, tuvo tiempo de meditar en los años siguientes sobre la rentabilidad política de la unión. Algunas medidas carentes de tacto de los Papas que sucedieron a Gregorio X hicieron el resto para reabrir el cisma entre Oriente y Occidente.
El paso de pontífices como Inocencio V, Nicolás IV, Juan XXI y Nicolás III (entre 1276 y 1280) corrió paralelamente al reforzamiento de las posiciones de Carlos de Anjou. Rey de Sicilia, conde de Provenza, vicario de Toscana, senador de Roma hasta 1278, señor eminente de los barones francos de Grecia y Tierra Santa... Carlos se convirtió en la primera potencia del mundo mediterráneo. Pontífices y güelfos italianos pudieron contemplar impotentes cómo el teórico defensor de sus intereses había trabajado a lo largo de los años para su exclusivo provecho. A instancias suyas, el colegio cardenalicio dominado por el partido francés eligió en 1281 a Simón de Brie, que tomó el nombre de Martín IV. Hombre de acendrada piedad fue, sin embargo, fácil instrumento de los intereses políticos de Carlos que, de inmediato, recuperó su dignidad de senador y rector de Roma.
A finales de 1281 el nuevo Pontífice rompió los lazos establecidos trabajosamente con una iglesia griega que nunca había aceptado de buena gana la unión del II Concilio de Lyon. Miguel VIII fue fulminantemente excomulgado. Carlos de Anjou se perfilaba como el próximo jefe de una magna operación militar contra Constantinopla que reprodujera los esquemas de la Cuarta Cruzada. Un gran ejercito fue concentrándose en el sur de Italia cuando el lunes de Pascua de 1282 estalló una gran rebelión en Palermo contra los ocupantes angevinos. En el lenguaje académico el sangriento acontecimiento es conocido como las "Vísperas sicilianas".
La conjura se extendió rápidamente por toda la isla que, en poco tiempo, se vio libre de la presencia francesa. En la revuelta convergieron distintos factores. Uno era, evidentemente, autóctono: Sicilia era, posiblemente el territorio que con más dureza había sufrido los efectos políticos y económicos de la dominación angevina. Nápoles, incluso, había sustituido a Palermo como centro de las grandes decisiones. Pero la crispación fue también explotada por otras fuerzas no precisamente italianas. En primer lugar por el basileus bizantino que así, veía alejarse el peligro de una inminente intervención militar contra Constantinopla. En segundo lugar, la rebelión fue aprovechada por los rescoldos del legitimismo Staufen (familias Lauria y Prócida entre otras) que depositaron sus esperanzas de revancha en Pedro III de Aragón esposo de Constanza, hija de Manfredo.
Los acontecimientos se precipitaron dramáticamente. Martín IV no aceptó la idea de las ciudades sicilianas de ponerse bajo su tutela ya que ello hubiera provocado la ruptura con su aliado Carlos. A los sublevados, así, sólo les quedó la opción aragonesa que se reveló de una brillantez inusitada: el 30 de agosto, Pedro III desembarcaba en Trapani y era coronado rey de Sicilia en Palermo. En unas semanas se hacía con el control militar de la isla, destrozaba a la armada angevina en Nicotera y ponía pie en Reggio Calabria.
Consecuente con su política, Martín IV lanzó la excomunión contra el aragonés y predicó contra él una cruzada a cuyo frente se puso el rey de Francia Felipe III, sobrino de Carlos de Anjou. El avispero italiano se transformaba en mediterráneo.
La embestida de la casa Capeto tanto en su dimensión francesa como suritaliana fue resistida victoriosamente por el monarca aragonés. Con extraordinaria habilidad el almirante Roger de Lauria, al servicio de Pedro III, derrotó de nuevo a la escuadra angevina en aguas de Malta y Nápoles y desarticuló el sistema de aprovisionamiento del ejercito francés que había invadido el norte de Cataluña.
En 1285 morían varios de los grandes protagonistas del último drama: el papa Martín IV, Pedro III de Aragón, Carlos de Anjou y Felipe III de Francia. Una nueva generación de dirigentes heredaba un complejo contencioso político al que, tras distintas peripecias, se le fue dando una salida negociada. Los acuerdos de Anagni (1295) y Caltabellota (1302) ayudaron a deslindar las esferas de acción: Nápoles era retenido por los angevinos y Sicilia basculaba hacia una rama menor de la casa real aragonesa que, a su vez, recibía derechos de investidura sobre Córcega y Cerdeña. Una nueva etapa se abría para las relaciones internacionales en el Mediterráneo Occidental.